Ella es risueña; le encantan las plantas, los animales, las montañas y los cuerpos de agua. Cada que ve un poco de agua —sin importar si el agua está fría o caliente— quiere meterse, tocarla, ser una con ella. Le encanta ver cómo los pececitos le chupan los dedos, entre fragmentos de alga que se enredan con su piel entre las piedras.
También adora los árboles. Se subía a todos los que alcanzaba para colgarse de cabeza. “Pareces un mico”, muchos le decían. Muchas veces se subía tanto que le salían ampollas en las manos: una dolorosa lección de que, aunque podemos hacer lo que nos gusta, tenemos límites. Aún lo recuerda. No olvida esas marcas que le quedaron.
Desde siempre ha amado mirar el sol directo desde la ventana. Escuchó de varios lugares que era peligroso mirarlo por largo tiempo. Pero le encantaba tanto esa figura perfecta, ese círculo tan delineado que queda impreso si cierras los ojos después. Se preguntaba, una y otra vez, por qué lo dibujan con líneas alrededor si es una figura tan delineada. Le encanta tanto su forma, que cada vez que aún lo ve se vuelve casi un descubrimiento: como encontrar la parte oculta, ese lugar secreto al que pocos se atreven a mirar.
A esta niña le encanta reír; tiene una sonrisa grande y brillante. Aunque hubo días en que ocultaba sus dientes por vergüenza, las palabras correctas la hicieron volver a mostrarlos. Ya no quiere dejar de reír: siente cosquillas en el pecho cada vez que sonríe. Le gusta esa sensación, y ha visto que al hacerlo, otros también lo hacen. Incluso en los días más tristes, esa expresión es una medicina: cura a quien ríe y a quienes la observan.
Esa niña también ha llorado, por dolor, por pena, por miedo. Sin embargo, se dio cuenta de que llorar no siempre es malo. Se considera una llorona. Las películas, los paisajes, los actos de amor, las despedidas. Llora por muchas cosas, pero casi siempre son felices.
Tiene el cabello rizado, y aunque se lo peina mucho después de la ducha, vuelve a curvarse con patrones parecidos a las espirales de los caracoles. Es de un color similar al caramelo, una cortina protectora y una almohada. Por largo tiempo, no quiso esta forma. Intentó cambiarlo, se forzó a ser otra. Sin embargo, descubrió el encanto de tener estos rizos, en especial cuando alguien los toca; pequeñas vibraciones recorren su cuerpo.
Te quiero, niña. Bienvenida a casa. Te he estado esperando.

El otro día miraba algunas fotos mías actuales y pensaba en cuánto me he vuelto a parecer a esa niña de unos nueve años... aunque ahora habite en un cuerpo adulto.
Siento que lentamente he vuelvo a ser aquella chiquilla. Y mi peinado actual es la cereza del pastel: dos flequillos largos y crespos al frente. Un retorno que empezó desde adentro y ahora se refleja afuera.
Un día, sin pensarlo mucho, lo corté así. Y pensé: “No va mucho con la estética de Japón, pero me gusta cómo se ve”, así que lo dejé. Camisas de plantas y animales. Charlas sobre los temas raros que siempre me han gustado. Correr, trepar, moverme. Aunque ya casi tengo treinta, hace mucho no sentía así mi cuerpo mejor. Me recuerda mucho a cómo se sentía cuando era pequeña.
Por fin se vuelve a sentir cómoda esta casa que decidí tomar como mía.
Lo más interesante es que he ido llegando a este mismo lugar sin proponérmelo. He vuelto entre mis pisadas a ese lugar donde se encuentra mi niña interna. Ha sido por una inercia. Como una fuerza, me ha traído hacia la personita que habita en mí. Me ha atraído hacia la esencia primordial, a esa primera persona que fuimos, nuestro niño interior.
Todos los adultos fuimos alguna vez niños. Puede sonar como sentido común, pero a veces nos ponemos tanto en el traje de adulto que olvidamos que un día fuimos frágiles.
En psicología, se define como la fase en que formamos nuestra identidad, las formas de vincularnos al mundo, nuestras creencias fundamentales y la capacidad de regular el ánimo, entre otros aspectos.
Esta etapa funda de un modo tan sólido las bases de nuestra conciencia —miedos, principios, dolores y gustos— que perduran por el resto de nuestras vidas. A veces intentamos ocultarlo, sin embargo, es nuestra voz más interna. Porque ese niño interior se expresa desde lo profundo de su corazón, con la inocencia de quien recién conoce el mundo, sin filtros ni pretensiones. Es una voz verdadera, impregnada de curiosidad. Es un estado que no solo se recuerda, sino que se habita, se manifiesta físicamente, se convierte en guía.
Sé que de adultos tenemos que aprender a ponernos muchas capas para encajar en la sociedad, en especial en ciertos papeles que la vida nos va determinando o que nosotros mismos escogemos. Pero aun en el corazón de cada madre, padre, trabajador, estudiante, obrero, abuela, abuelo, habita un niño y niña que aprendió a jugar, creció explorando el mundo y quiere seguir haciéndolo.
Algunos solo se sumergen tanto en estos papeles, que olvidan lo que una vez fueron. No está mal, pero mi intuición me dice que al hacerlo estamos abandonando parte de nuestra esencia. Determinándonos con solo una parte del universo que somos.
En la actualidad, muchos hablan del niño interior al querer identificar heridas del pasado que afectan su presente. Sin embargo, este término tiene muchas dimensiones.
Yo no había pensado demasiado al respecto, porque creía que mi infancia había sido relativamente feliz. Sin embargo, tras escuchar los procesos de otros y darme cuenta de comportamientos que había normalizado, empecé a pensar en mi niña interior. Entonces, descubrí que la había ocultado tras un traje de seriedad, disciplina y responsabilidad. A veces, hasta me vestí de padre y madre. Descubrí que tenía heridas, que habían dejado una cicatriz tan fuerte que no me atrevía a mirarlas. Pedazos que había olvidado a propósito de mi camino.
Hay heridas que normalizamos tanto que se vuelven un patrón en nuestra piel, tal como las rayas de una cebra o las manchas de un jaguar: se vuelven una parte de nuestra identidad.
Siento, en lo profundo del pecho, que mientras crecía en los últimos 10 años pasé una etapa en que tuve que vestirme con diferentes trajes para sobrevivir: a las expectativas, los comentarios, los cambios biológicos, la negación de mí misma. No era un traje pesado, pero sí incómodo. Muy incómodo. Como esa ropa que te pica o talla. La ansiedad de esos días me lo decía.
Con el paso de los años, y al seguir madurando, pude ver que era posible quitarme parte de ese traje, y recordar que no siempre tengo que usarlo. Que puedo prescindir de él a veces, tal vez algún día para siempre. Algunas personas me recordaron que es posible vivir sin máscara y que mi propia piel también tiene belleza. Algunas personas incluso me mostraron con sus acciones que las escamas de las cicatrices también pueden brillar al sol. Que pueden ser bellas. Todo es cuestión de perspectiva.
Me encanta escuchar las historias de la infancia de los otros, porque en ellas encuentro la esencia de la persona que tengo frente a mí. Me emociona también pensar cómo las otras personas pueden darle espacio a sus niños en su corazón, y cómo en sus acciones del presente veo el reflejo de los niños que fueron.
Aún hay muchas partes del proceso que no logro entender; apenas comienzo a hacerlo. Sé que, dondequiera que vaya, mi niña interior estará allí, con mi mano en la suya, agarrándonos muy fuerte. No quiero dejar de abrazarla y decirle todas las palabras que no me dije. Eso que necesitaba escuchar en ciertos días oscuros, esas palabras que me negué porque pensaba que no las merecía.

Ahora quiero que sonriamos mutuamente y continuemos el camino. Me alegra profundamente pensar que poco a poco volvemos a ser una. Que puedo crear un espacio en el mundo donde ella pueda habitar. Que puede mostrar esas "perlas" al sonreír, como dice mi papá, a donde quiera que vaya. Porque en su esencia está la naturaleza de mi ser.
Aunque los días sean oscuros, siempre estaré ahí para ella. Mi niña interior
Gracias por leer Mosukito
Algunas me surgen ahora:
¿Que caracteriza a tu niño interior que aun vez en tu persona actual?
¿Que te gustaría recuperar de tu niño interior?
Nos seguimos leyendo.
Que hermoso texto 🫶 que alegría leerte conectando de esa manera. Es verdad que mayormente relacionamos la infancia a los traumas y menos a la libertad de las exigencias del mundo adulto. Vivir con curiosidad y amor por el mundo hacen que los días sean diferentes, la existencia se transforma y es un reto volver a ello. Tanto hemos olvidado por querer crecer y encajar.
Me gustaría no preocuparme por cosas adultas, el cómo me ven los demás, el dinero, el querer sobresalir, el valor de las cosas y momentos por simplemente ser. De niña amaba los juegos de mesa y me encerraba en el baño a jugar sola para que mi familia no me molestara jaja.
Te mando un fuerte abrazo desde mi niña a tu niña 🫶
Como siempre, gracias por compartir esto. En mi caso yo no diría que mi niño interior fue feliz… quizás más el adolescente ya crecidito y en su inaugurada veintena… en clave general, aunque sí recuerdo momentos de los que se dirían mágicos. Un poco agridulce todo. 😊🙏✨